Reeducación
El chico, sentado solo en el último pupitre de la gran aula de la quinta planta del imponente edificio escolar, miraba por la ventana. En el patio frente al complejo, la cola parecía interminable. Como cada día, con las cabezas agachadas y las miradas vueltas hacia sus teléfonos inteligentes, los alumnos del segundo turno esperaban a que se verificaran sus credenciales de entrada. Código QR, temperatura corporal, material didáctico digital, máscara ffp2: todo tenía que estar en su sitio, perfecto, conforme a las estrictas normas del ministerio, so pena de exclusión de las actividades. El viento era gélido, pero nadie parecía inmutarse. En la cola, tan ordenada y laboriosa como una colonia de hormigas, los jóvenes, de diversas etnias y coloridos atuendos, avanzaban deprisa, automáticamente, a paso ligero, casi como si fueran productos esperando en el rodillo de la caja de un supermercado de barrio, listos para ser escaneados por el código de barras y luego embolsados.
Durante las clases, el chico se perdía a menudo en la caleidoscópica miríada de detalles que caracterizaban aquella escena, idéntica cada maldita mañana. Alguno llevaba una falda negra y las uñas pintadas, aunque fuera un muchacho, otro llevaba una máscara arco iris, otro llevaba grandes gafas oscuras incluso en los días de lluvia, algunos llevaban impresos en sus sudaderas símbolos de la paz o inscripciones que alababan la lucha contra el cambio climático. El final de la hora de educación cívica y medioambiental parecía no llegar nunca. Al fondo de la clase, la voz chillona del profesor, un hombre alto, calvo y delgado, de aspecto austero y mirada aguileña, llegaba lejana, amortiguada, como desde otra dimensión.
Con la cara cubierta por un grueso bozal, el chico estaba casi sin aliento. La respiración, inhibida en exceso por el incómodo dispositivo médico, era lenta, metálica, dificultosa. La lección continuó sin interrupción. Fuera, un tímido rayo de sol atravesaba las nubes plomizas, penetrando, como una hoja afilada y brillante, por la pequeña ventana lateral, iluminando apenas la amplia y sombría aula, contrastando con la grisura del entorno. A su alrededor, los demás alumnos, silenciosos y enmascarados, seguían atentamente la lección, consultando de vez en cuando la tableta que descansaba sobre los pupitres. Repite conmigo...", dijo el profesor en voz baja, "el reciclaje, la ecosostenibilidad, el respeto de las normas y la ciencia son las piedras angulares". "Reciclaje, ecosostenibilidad, respeto de las normas y ciencia", el coro de alumnos fue unánime. El chico del último pupitre fue el único que guardó silencio. Bajo su ffp2, firmemente plantada en su cara, el aire se hacía cada vez más pesado.
De repente, una fuerza indomable se apoderó del joven, ya totalmente despierto de su letargo matutino. "¡Basta!" El grito cargado de adrenalina se abrió paso entre la letanía de sus compañeros, provocando una quietud irreal en la gran sala. Ahora todos le miraban, estupefactos, incluido el profesor. El estudiante insistió entonces, cada vez con más firmeza: " ¿Os dais cuenta de lo que nos obligan a decir, de lo que nos obligan a hacer? Hablan de respeto y nos tratan como animales de corral, balbucean sobre la paz y la democracia y vivimos en un estado de perpetua crisis y beligerancia, despotrican sobre el medio ambiente y la salud para imponer normas disparatadas, con el único fin de adoctrinar y dominar, ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Nos hemos dado cuenta de en quién nos hemos convertido? Autómatas, sin espíritu crítico ni capacidad de acción, dispuestos únicamente a obedecer, a inclinar la cabeza, a decir sí."
El profesor y los demás miembros de la clase permanecían impertérritos, inmóviles, como estatuas de sal. "¿Qué es eso de la educación cívica y medioambiental? Mi abuelo me hablaba de filósofos, poetas, hombres de letras, pensadores, héroes, líderes, ¡¡¡no sabemos nada!!! Sólo aprendemos lo que sirve a sus propósitos. ¡¡¡Nos quieren como muertos andantes!!!" Cuando terminó el arrebato, los ojos de los alumnos se volvieron al unísono hacia el profesor, quien, sin pestañear, se acercó a un pequeño interfono, colocado a ambos lados de la enorme pizarra. Unos segundos después de murmurar palabras ininteligibles, dos psiquiatras del "departamento de escucha y reeducación", enmascarados y vestidos con largas batas blancas, aparecieron en la sala, ahora fantasmal y desprovista de todo ruido.
Ahora sólo se oían los suspiros del chico, ya sin fuerzas, como si acabara de volver de una carrera de velocidad. El hombre calvo y delgado señaló al culpable, apuntando con el índice de su mano derecha al rebelde. Los dos hombres, sin demora, agarraron por los brazos al chico, que no ofreció resistencia. Conocía bien su destino. No tenía sentido luchar, estaba orgulloso de sí mismo, había dado ejemplo, había hecho lo que había que hacer.
Detenido y sacado del aula, lanzó una mirada de admonición al resto de la clase, mientras una pequeña sonrisa, impregnada de felicidad y orgullo, afloraba en sus regordetes labios, frunciendo ligeramente el ceño bajo su espesa melena oscura.
"Vuestro compañero, chicos, pronto volverá con nosotros, regenerado tras su semana de rehabilitación. Que os sirva de advertencia lo que le ha ocurrido, para que ninguno de vosotros se atreva a seguir sus nefastos pasos. No os gustaría acabar como él, ¿verdad?".
Tras las perentorias palabras del profesor, una extraña calma cayó, como un negro sudario, sobre la silenciosa aula. Los estudiantes, asintiendo con los ojos muy abiertos, esperaban instrucciones sobre qué hacer, como soldados desorientados sorprendidos por una emboscada enemiga. "Ahora repite conmigo...", reanudó el profesor, con calma, como si no hubiera pasado nada, "reciclaje, ecosostenibilidad, respeto de las normas y ciencia, estos son los puntos clave".
Fuente: https://www.weltanschauung.info/2023/02/rieducazione.html?m=1
Traducido por Counterpropaganda