Marginado
Cada vez más a menudo paseo por mi ciudad y me siento como un marginado.
Veo a chavales tatuados y malhablados asfixiando a pitbulls con sus correas; a madres que empujan cochecitos con bultos silenciosos, absortas en vídeos dementes proyectados en bucle continuo; a mendigos que persiguen a la gente por la calle para vender pañuelos, paraguas y pulseras; a mis oídos llegan los sonidos de lenguas desconocidas, oír mi propio idioma, hoy en día, incluso en una ciudad de provincias, es algo insólito.
La maleza crece en las esquinas de los edificios, las aceras están sucias y desmoronadas; muchas persianas están bajadas o, donde había una tienda, ha abierto en su lugar una financiera. En los manuales de sociología se define a los marginados como aquellos individuos que se desvían de los parámetros de normalidad definidos por una sociedad. Esos parámetros se rompen. Uno paga un precio por haber salido de la caverna de Platón: mira la realidad con nuevos ojos, siente su abstrusismo y detesta las mentiras.
Nos relatan cuentos de hadas sobre Europa destinando millones a nuestro desarrollo, de energía verde y ciudades de 15 minutos que salvarán el planeta, de vacunas pediátricas por el bien de los niños, de sociedad democrática hecha de unicornios de colores arco iris para salvaguardar los derechos civiles, de que se joda el patriarcado porque las mujeres importan.
Uno se siente marginado, diferente. Fragmentos enloquecidos que no respetan las reglas del sistema y que disfrutan cada vez más incumpliendo esas malditas reglas. Se mira a los demás, a ellos, como una especie aparte: átomos funcionales al aparato, idiotas útiles siempre dispuestos a responder al condicionamiento pavloviano.
Fuente:
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Traducido por Counterpropaganda