En el debate público actual se repite con frecuencia la palabra “conspiranoico”.
Hoy sabemos que este término se utiliza como un hierro candente, para marcar de infamia y ridículo a cualquiera que, en mayor o menor grado, se aparte de la versión oficial de un asunto. Sin embargo, merece la pena indagar en sus orígenes y reflexionar sobre algunas de sus implicaciones históricas, psicológicas y sociales.
La expresión —en un inicio “teórico de la conspiración”— surgió en los tiempos del asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Se acuñó para desacreditar como paranoico y crédulo a todo aquel que cuestionara la coherencia y veracidad de las conclusiones presentadas por la Comisión Warren, encargada por el Gobierno de esclarecer los sucesos de Dealey Plaza.
Hasta entonces, como mucho, se hablaba de conspiradores o conjurados, y siempre para referirse a quienes realmente tramaban y ejecutaban planes oscuros, no a quienes los denunciaban. Según este nuevo paradigma, Cicerón sería hoy tildado de conspiranoico por sus acusaciones contra Catilina y sus cómplices.
La historia, desde la República Romana hasta nuestros días, está llena de ejemplos de conspiraciones confirmadas —unas logradas, otras frustradas— perpetradas por grupos de interés contra otros rivales, o para reforzar su dominio sobre la población.
Ningún historiador consideraría fruto de la paranoia la conjura contra Julio César, la de los Pazzi en la Florencia renacentista o la del marqués de Bedmar contra la República de Venecia a principios del siglo XVII.
La lista de complots y conspiraciones aceptados por historiadores y por el público no termina en la Edad Moderna: alcanza también a épocas recientes.
El hundimiento del acorazado USS Maine frente a La Habana en 1898, detonante de la guerra entre Estados Unidos y España, despierta hoy serias sospechas de haber sido un acto premeditado para justificar el conflicto. Más evidente aún es el llamado incidente del golfo de Tonkín, que sirvió de excusa para la intervención en Vietnam y que, con el tiempo, se reveló como una burda escenificación.
Podrían sumarse otros ejemplos de terrorismo de Estado y conspiraciones geopolíticas: el asunto Lavon en Egipto o varios episodios de la historia reciente de Italia cuyo trasfondo sigue envuelto en sombras, como la muerte de Enrico Mattei, el caso Moro, la tragedia de Ustica, la explosión de Piazza Fontana, la logia P2 o la masacre de Bolonia.
Uno de los casos más célebres de “falsa bandera”, presente en todos los manuales escolares, es el incendio del Reichstag en Berlín en 1933. El comunista holandés Marinus Van Der Lubbe fue arrestado y ejecutado como culpable, pero los historiadores coinciden en señalar que fue ajeno a los hechos o, en el mejor de los casos, un peón inconsciente en el plan nazi para acelerar su deriva autoritaria.
No es casual que este episodio recuerde al de Lee Harvey Oswald y su turbia implicación en el caso Kennedy: cuestionar la culpabilidad del segundo es, prácticamente, una condena a ser etiquetado como conspiranoico.
Y aquí llegamos a una observación clave: algunos complots forman parte de la narrativa oficial, se nos permite reconocer las sombras que los rodearon… pero siempre están situados en el pasado. Son hechos concluidos, procesados y absorbidos por el sistema de poder para proyectar una imagen de mejora continua. Cuando ese sistema admite errores antiguos, lo hace para tranquilizarnos: “Eso ya no podría suceder ahora”.
El ciudadano medio acepta esa promesa porque sería doloroso reconocer que las personas más capacitadas y con mayor autoridad —quizá elegidas por él mismo o investidas con cargos de peso— pueden estar actuando en este momento movidas por intereses personales o de los lobbies a los que pertenecen, incluso en contra de su bienestar.
Este es un reflejo de pensamiento infantil: la creencia de que las figuras de autoridad son infalibles, moralmente perfectas y sinceras, igual que de niños pensábamos de nuestros padres. Así como papá y mamá nunca harían algo que nos dañara, creemos que los líderes jamás actuarían deliberadamente contra nosotros.
Pensar que las élites no han buscado siempre mantener su hegemonía por todos los medios es ingenuo. Pero, para ser justos, el consumidor medio de noticias ha sido tan privado de espíritu crítico y curiosidad que ya no se pregunta quién se beneficia realmente de cada hecho o decisión.
Su mente, incapaz de conectar elementos, detectar falacias, encontrar contradicciones en el relato oficial o contrastar fuentes, permanece —citando a Hegel— en “la noche en que todas las vacas son negras” y en la ingenua idea de que puede haber decisiones políticas y económicas que favorezcan a todos y no, como suele ocurrir, solo a unos pocos, cuando no abiertamente en perjuicio de otros.
El ciudadano medio, aunque recuerde la imagen de Colin Powell agitando una probeta de supuesto ántrax para justificar la invasión de Irak —basada en pruebas falsas—, sigue confiando ciegamente en los medios y en los gobernantes. Su actitud recuerda a la de ciertas esposas que, pese a reconocer que su pareja las ha maltratado, insisten en que “ahora ha cambiado” y que, en el fondo, las quiere.
Y, en su empeño por integrarse en el pensamiento único y no ser excluido del rebaño social, reprime cualquier impulso de búsqueda de la verdad. Su miedo a parecer estúpido es tan grande que acaba siéndolo, incluso frente a las evidencias más obvias.
Fuente:
https://www.weltanschauung.info/2021/03/lorigine-del-termine-complottismo.html
Traducido por Counterpropaganda